miércoles, 15 de julio de 2015

DEL OESTE (A uno de los cuatro puntos cardinales)

HUMOR ENTRE CASCOTES (CAPRICHO)

A John MacCauley, a quien habían tomado por cuatrero (esto no queda muy claro), le subieron al caballo con las manos atadas a la espalda mirando hacia la grupa, le colocaron la soga al cuello y lanzaron el otro extremo sobre la rama del único árbol que crecía en la comarca y al que conocían como el “árbol del ahorcado”, vete a averiguar por qué. 

Cuando le daban un cachete en el culete a la montura, sonó un disparo de Winchester en la limpia inmensidad, la cual pulcra bala salida del cañón segó con infinita puntería el cáñamo, permitiendo a MacCauley huir como una centella a lomos de la yegua (que lo era), dándole chance de salvar su vida por los pelos, y confirmando además la opinión de sus captores, pues se llevaba una equitación de mimo.

Aquilatando esos pazguatos que habían hecho el canelo, se pusieron a ahorcarse unos a otros, hasta que únicamente quedó en pie el más espabilado, que se mantuviera durante toda la refriega fumando filosófico su pipa. Éste, descubriendo en la cumbre de los distantes y azulados montes señales de humo, que tomó por mensaje de indios hostiles, cuando nada más era que se quemaban unas zarzas, se retiró de puntillas a su casa.

Volviendo con John MacCauley, y cuando la “noble bruta” (aquí,  homenaje a Serafín) se cansó de caminar, se encontraron en un desierto de sal en situación apuradísima. MacCauley temió descabalgar, ya que Loli (la acababa de poner este nombre) podía salir zumbando. Y es que las hembras son imprevisibles, lo cual las confiere atractivo pero también estás en un continuo sobresalto. Dicen algunos –es calumnia- que por esto los hombres viven menos.

MacCauley no tenía pistola, ni sombrero, como tampoco botas, que se las habían quitado pues eran un hermoso y nuevo par de cuero repujado. Pero lo que sí tenía era un cristalito que allí llamaban lupa, y se reían los lugareños como berzotas cuando veían a su través agrandarse los objetos. Con la citada lente quemó las ligaduras, y no se diga que no era ingenioso nuestro hombre.

Ya libre, se situó correctamente sobre la silla y le cantó un bolero a Loli para que, con su fino olfato, localizara un venero a flor de tierra, cosa que la dama hizo en un decir amén Jesús y se saciaron de agua. 

Llegados a poblado, cruzó mirada John con una pelirroja, que giró zahareña el bello rostro, pensando para sí que MacCauley había sido un descarado y que le odiaría siempre, aparte de que había venido del desierto muy desaseado. Y es que cuando piensan esto es justo lo contrario, no sé si me estoy explicando, pero sí lo sabía MacCauley aun sin ser ni mucho menos Freud, y de ganado podía escribir una enciclopedia en veinte tomos.

John se contrató en un rancho. Ocasionalmente se tropezaba con la otra, que se ponía la mar de rabiosa y era porque el chorvo (también se escribe con be, o sea chorbo) no daba el paso que debía dar. Pero MacCauley temía que su pasado terminara por alcanzarle, convirtiéndose en presente y sin saber si le acarrearía algún futuro (sutil y profunda pincelada sobre el tiempo). 

Hubo un tiroteo en el pueblo que resolvió MacCauley, circunstancia que aprovechó la pelirroja  para, con el pretexto del miedo, terminar en sus brazos. 

Quedó en el misterio quién disparara el providencial tiro de Winchester.



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